Hay muchas formas de encarar las vacaciones. Algunos, la mayoría, se trasladan a un lugar de playa, o montaña, y allí se apalancan, sin apenas moverse de donde están. Otros hacen lo mismo, pero tienen su propia casita, adonde van todas las vacaciones. Esta última opción me desconcierta: ¿Ir siempre al mismo lugar, año tras año? Me parece un coñazo, pero para gustos los colores.
Otra alternativa son los viajes organizados. Te llevan de un lado para otro y te dicen lo que puedes y/o debes hacer. Ahora te montas en un autobús, ahora tienes cinco minutos para hacer fotos, ahora haces compras, ahora te culturizas con una visita guiada a tal monumento, ahora te diviertes... Quienes practican este tipo de viaje parecen pistoleros del oeste haciendo muescas en la culata de su revolver. Me los imagino con una libretita, tachando destinos a toda leche. ¿Taj Mahal? Check. ¿La Alhambra? Check. ¿Mont Saint Michel? Check. ¿El Gran Bazar? Check. ¿Hoy es martes? Entonces esto es Bélgica. Los cruceros son una variante acuática, y a la larga claustrofóbica, de esta clase de vacaciones.
Pero hay toda suerte de opciones. Dedicarte a practicar tu afición favorita (surf, escalada, cazar mariposas, lo que sea). Ser tan hijo de puta como para hacer turismo sexual. Asistir a conciertos y actividades culturales. Irte a tu pueblo, con los parientes... ¿Sabéis cuál es la mía? Irme a un país, coger un vehículo y recorrer una zona a mi aire, parándome donde y cuando me apetece, y yéndome a otro lugar cuando me venga en gana.
Mi límite para apalancarme en un sitio, por estupendo que sea, es de una semanita. Al cabo de ese tiempo empiezo a ponerme nervioso y me entran unas ganas enormes de salir pitando. De hecho, cuando mis hijos eran muy pequeños y tenía que pasar todas las vacaciones en el mismo lugar, me dedicaba a hacer constantes excursiones por los alrededores. Pero bueno, sólo se trata de mis gustos personales.
¿Sabéis lo que siempre me ha irritado? La pedante diferenciación entre “viajero” y “turista”. Creo que esto lo inició Paul Bowles en su novela El cielo protector, donde decía: “No se consideraba un turista. Él era un viajero. Explicaba que la diferencia reside, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general en regresar a su casa al cabo de unos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud de un punto a otro de la tierra”.
Bueno, dejando aparte que eso más bien es un nómada, el problema de esa distinción es que es deshonesta. Porque al decir “viajero” estamos pensando en la forma más sublime de eso, de viajero (un Indiana Jones o un Marco Polo cualquiera), mientras que al decir “turista” nos imaginamos la forma más abyecta de turista, con pantaloncitos cortos, chanclas y un porrón de sangría. Pero hay muchos tipos de turismo. Además, en definitiva, o vives en un sito (y no eres ni turista ni viajero), o trabajas provisionalmente allí, o estás de paso para echar un vistazo, con lo cual ni viajero ni leches: eres un turista.
En cualquier caso, queda muy bien, muy elitista, muy snob, decir: “No soy un turista: soy un viajero”. Anda y que te den... Porque el sentido que se le pretende dar a la palabra “viajero” es equívoco, un sentido que en realidad sólo correspondería a los exploradores y los aventureros, que se juegan la piel en el viaje. Todo lo demás es una forma u otra de turismo.
Por cierto, ¿sabéis de dónde viene la palabra “turismo”? Pues de Grand Tour, una costumbre de los jóvenes aristócratas ingleses que consistía en realizar una largo viaje por Europa tras acabar sus estudios para complementar su formación (algo así como el Erasmus). Comenzó en el siglo XVII y su objetivo era familiarizarse con la cultura clásica y renacentista. Al principio se centraba en dos países, Francia e Italia, a los que se añadieron Alemania y Austria. En el siglo XVIII la costumbre se extendió a los hijos de la burguesía. Más tarde, en el XIX, con el Romanticismo, el Grand Tour se amplió a Grecia, Turquía y España. Y ya en el siglo XX la costumbre se democratizó para convertirse en lo que ahora conocemos como turismo.
Pero bueno, de lo que quería hablar es de una forma especial de turismo: los viajes de papel. Me fascinan los mapas, me chiflan los atlas. De pequeño, me metía en el despacho de mi padre, cogía algún National Geographic y el mapa que incluía, y comenzaba a seguir una ruta. No sabía inglés, así que me centraba en las fotos y los nombres. Yucatán, Moka, Tierra de Baffin, Isla Kodiak, Samarcanda, Bahía de Cook, Zanzíbar... Esos nombres exóticos eran como píldoras para soñar.
Mucho después, he tenido que documentarme sobre geografía para escribir algunas novelas. Por ejemplo, en La piedra inca, el protagonista (Jaime Mercader) realiza un largo viaje desde Cartagena de Indias hasta la selva amazónica de Perú. Para describirlo, usé mapas, libros e Internet, que es utilísimo para estas cosas. Me lo pasé bomba. En el caso de La catedral, ambientada en la Edad Media, el prota debía viajar de Navarra a la Bretaña francesa. Primero hice el viaje sobre el mapa, y después, en verano, dediqué las vacaciones a hacerlo físicamente, en coche. Fue interesante comparar sueños con realidad (en ese caso, ganó la realidad).
¿Os gusta, como a mí, viajar sobre el papel? Supongo que sí, porque en caso contrario no estaríais leyendo este blog. Entonces, os recomiendo un libro: Atlas de islas remotas (Capitán Swing & Nørdicalibros 2013), de Judth Schalansky. El subtítulo del libro aclara aún más el asunto: Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré. Es decir, un atlas de algunos de los lugares más inaccesibles y solitarios del mundo. Es un libro precioso (la autora, aparte de escritora, es diseñadora gráfica), con las islas distribuidas según los mares donde se encuentran. Cada isla ocupa una doble página: el texto a la izquierda y un mapa a la derecha.
Los textos que hablan de cada isla son breves, pero fascinantes. A veces cuentan cómo se produjo su descubrimiento. Otras veces se limitan a describir lo que hay allí. En ocasiones narran alguna leyenda o historia relacionada con la isla. Schalansky es una excelente escritora y consigue que su prosa sea poética en el espíritu, aunque no en la forma (la mejor variedad de poesía, en mi opinión). Son textos evocadores, sugerentes, inspiradores, exóticos, a veces enigmáticos.
¿No resulta asombroso descubrir que, hasta finales de los 90, más gente había pisado la Luna que la Isla de Pedro I en el Antártico? ¿O que existe una Isla Robinsón Crusoe (en el archipiélago Juan Fernández del Pacífico), llamada así porque en ella naufragó el hombre que inspiró a Daniel Defoe para escribir su novela, el escocés Alexander Selkirk? ¿O que hay una cordillera llamada Jules Verne en la isla Posesión, en el archipiélago Crozet del Índico? (También hay un cráter Jules Verne en la cara oculta de la Luna).
Pero mi historia preferida, la más asombrosa, es la de Rapa Iti, en las Islas Australes de la Polinesia Francesa. Todo comenzó en Francia a mediados del siglo XX, enLuxeuil, un pequeño pueblo de la Haute-Saône. Allí vivía Marc Liblin, un adolescente al que le ocurría algo extraño: cada noche, soñaba que una persona le visitaba y le enseñaba un idioma desconocido. Finalmente, después de muchos sueños, Liblin llegó a dominar el idioma. Cuando tenía treinta años, conoció a un lingüista de la Universidad de Rennes y le habló del idioma onírico. Ni el profesor ni ninguno de sus compañeros conocía esa lengua, pero se trataba de un lenguaje demasiado bien estructurado para tratarse de una mera invención. Entonces tuvieron una idea: visitarían las tabernas de los puertos y le preguntarían a los marineros si en alguno de sus viajes habían oído un idioma parecido.
Y en Rennes, el dueño de una taberna, tras oír a Liblin hablar esa lengua misteriosa, dijo que la conocía, que era el idioma que se hablaba en Rapa Iti, una de las islas más lejanas de la Polinesia. Y no solo eso, además conocía a una nativa, viuda de un militar, que vivía allí mismo, en Rennes. Fueran a verla, Liblin la saludó en la lengua de sus sueños y ella, que se llamaba Meretuini Make, le respondió en el antiguo Rapa que se hablaba en su isla natal. ¿Y sabéis cómo acabó la cosa? Pues Marc y Meretuini se enamoraron, se casaron y en 1983 se fueron a vivir a Rapa Ini. Y supongo que vivieron felices y comieron perdices, o el pájaro que sea que se coma allí.
Curiosa historia, ¿verdad? Y por lo visto auténtica, pues, según he comprobado en Internet, está muy documentada (os adjunto una foto de Liblin y, supongo, de su esposa Make). Sin duda, tiene una explicación, pero hasta ahora nadie se la ha encontrado (que yo sepa).
En fin... Soledad, Isla del Oso, Annobón, Thule Sur, Pukapuka, Pitcairn, Isla de los Cocos, Takuu, Isla Decepción... qué hermosos nombres para soñar, que maravillosos viajes de papel.