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Channel: La Fraternidad de Babel
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Tina

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            Iba a escribir este post sobre la muerte de Alfredo Di Stefano; no por su condición de figura del fútbol, sino como referente de una época. De hecho, no recuerdo haberle visto jugar en su momento; lo que no es extraño, porque de pequeño no me interesaba mucho el balompié, y cuando Di Stefano era la gran figura del Real Madrid yo tenía menos de diez años.

            Pero mi padre y mis hermanos mayores eran socios del club blanco, y en verano solíamos ir a la piscina del Santiago Bernabéu, así que, aunque no era muy aficionado al fútbol, me sentía del Real Madrid y le prestaba cierta atención a Di Stefano; más sin duda que a cualquier otro futbolista de la época. Sin embargo, sólo recuerdo una cosa de él: un anuncio de medias.

            Era en blanco y negro. La pantalla aparecía dividida horizontalmente por la mitad; en la parte superior se veía a Di Stefano cortado de las caderas para abajo, y en la parte inferior, justo debajo, una piernas de mujer. Y el futbolista decía: “Si yo fuera mi mujer, usaría medias Berkshire”. El anuncio era simpático, pero fue un escándalo, porque en aquella época (y en la de ahora, me temo), nada había más sagrado que un as del fútbol, y muchos se lo tomaron como si su ídolo se hubiera prestado al ridículo (Bernabéu consiguió que retiraran el spot). No abundaba el sentido del humor en la España de los 60.
 

            En fin, pensaba hablar de Di Stefano; iba a titular la entrada “Oh la saeta”, mezclando el poema de Machado con el sobrenombre del jugador, “La Saeta Rubia”, pero no voy a hacerlo, porque entre medias se ha interpuesto otra muerte. A Di Stefano le conocéis todos, pero sólo unos poquitos merodeadores la conocieron a ella. Se llamaba Ernestina Álvarez, Tina, y era la madre de mi gran amigo Samael. Tenía 94 años y murió en su casa del madrileño barrio de Chamberí, donde había vivido siempre, el pasado 9 de julio.

            Ahora que lo pienso, el anuncio de Di Stefano apareció en 1962, y debió de ser ese año, o el siguiente, cuando conocí a Tina. Samael y yo éramos compañeros de colegio –el San Alberto Magno- y vivíamos muy cerca el uno del otro. Un día fui a su casa y conocí a su madre; no recuerdo las circunstancias, pero sí la impresión que me produjo. Porque Tina, que por entonces debía de contar 42 o 43 años, era muy, pero que muy parecida a Luisa Sala, una actriz muy popular en esos tiempos (que, por cierto, murió en el 86 atragantada con un trozo de carne). Como Samael y yo nos hicimos inseparables, desde entonces, y a lo largo de unos 20 años, traté muchísimo con Tina. En cierto modo, me convertí en uno más de la familia.

            Tina no tuvo una vida fácil. Era funcionara de Hacienda. Tenía tres hijos; Carmen, la mayor, Dámaso y Samael (que, por supuesto, no se llama así, pero respetaré su nik). Su marido la abandonó cuando Samael era muy pequeño, para largarse a Venezuela con una pelotari (raro, sí, pero cierto). El padre nunca se ocupó demasiado de su ex-familia, y mucho después, cuando regresó a España, demostró una gran mezquindad, tanto con Tina como con Samael. A comienzos de los 70, Dámaso, el segundogénito, falleció en un accidente de tráfico.

            Con todo, pese a haber perdido a un marido y, lo que es más doloroso, a un hijo, Tina siguió adelante siendo como era. ¿Y cómo era? Pues, sencillamente, la persona más bondadosa que he conocido en mi vida. Siempre sonriente, siempre optimista, siempre dispuesta a echar una mano, siempre cariñosa. También era ingenua, pero creo que en su caso la ingenuidad fue un escudo que la protegió de la gente que no se portaba bien con ella, que por desgracia la hubo.

            Respecto a esto, su ingenuidad, hay una anécdota muy divertida. Hace muchos años, Samael, por entonces un veinteañero, estaba en su cuarto fumándose un porro con un amigo y partiéndose de risa. Montaron tanto alboroto que Tina fue a ver qué pasaba. Y Samael, que es un cachondo, le dijo: “Estamos fumando tabaco de la risa, mamá. Es muy divertido. ¿Quieres probarlo?”. Tina aceptó, le dio unas cuantas caladas al porro y... le entró un ataque de risa, como manda Santa Cannabis Índica. Tanto le gustó la experiencia que, durante los siguientes días, cada vez que llegaba a casa le preguntaba a Samael si tenía “tabaco de la risa”, y madre e hijo compartían alegremente un canuto.

            Hasta que un día, Tina comentó en el trabajo lo divertido que era el “tabaco de la risa” de su hijo, y sus compañeros, supongo que con no poco cachondeo, la hicieron ver que estaba fumando porros. Entonces, cuando volvió a casa, fue a buscar a su hijo, consternada, y le dijo: “¡Me has hecho consumir droga! ¡Droga!”. Pero no le duró mucho la indignación, porque Tina no sabía enfadarse.

            También era un espléndida cocinera. Hubo un momento, cuando yo era muy joven y pobre como una rata, en que me quedé sin un céntimo. No tenía ni para comer. Entonces Tina me acogió a su mesa y me estuvo alimentando durante todo un mes, y sé que procuraba esmerarse y que compraba lo mejor que encontraba en el mercado, porque me tenía cariño y ella era un pedazo de pan. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.

            Pero el tiempo pasó; Samael y yo hemos mantenido viva nuestra amistad, pero nos casamos (no juntos, ojo), él se cambió de casa y yo dejé de ver a Tina. Aun así, seguí teniendo noticias de ella a través de su hijo. Hace unos años, supe que Tina, que pese a su edad estaba en buena forma física, había comenzado a padecer demencia senil. Hace no mucho murió su hija Carmen, de cáncer, pero creo que Tina apenas se enteró; lo que fue una suerte, porque esa dulce mujer no se merecía un palo más. Últimamente, su demencia senil se había agravado y ya no estaba en este mundo, sino en un constante delirio en el que creía ser una niña. ¿Acaso dejó de serlo alguna vez?

            ¿Sabéis?, cuando la semana pasada me enteré de su muerte, no lloré, ni me entristecí especialmente, aunque sí me sumergí en una suave melancolía. Porque, en realidad, su muerte no ha sido una tragedia, sino un proceso natural. Tenía 94 años, una edad muy avanzada. Lo trágico era el estado en que se encontraba, convertida en una caricatura de lo que fue, en una broma cruel. Trágico no para ella, que probablemente ni se enteraba de lo que le estaba pasando, sino trágico para su hijo.

            Además, creo que Tina, tras los primeros infortunios, tuvo suerte. Nunca le faltó trabajo, siempre vivió en un piso estupendo de la calle Trafalgar (primero de alquiler, y luego comprado a un precio irrisorio), con una terraza de quitar el hipo, y además tenía una casita en Torrelaguna (un pueblo de Madrid, cerca de la sierra) donde pasaba los fines de semana y el verano, en compañía de sus amigas y su familia. Siempre gozó de espléndida salud. Hubo mucha gente que la quiso, porque era imposible no quererla.

            Pero sobre todo, tuvo suerte con sus hijos, Carmen y Samael, que siempre la trataron bien. En especial con Samael, que cuidó de ella en sus últimos tiempos, los más duros. Tina no falleció tras una larga y dolorosa enfermedad, sino de repente, con rapidez, sin sufrir. Una muerte envidiable, una suerte. Y murió junto a su hijo, como le habría gustado.

            Tina era una mujer religiosa. Yo no lo soy, pero ¿eso qué importa? Así que espero, querida Tina, que tuvieras tú razón en eso de Dios y el Paraíso, y no yo, porque si existe un Cielo, desde luego tú eres la que más se merece estar en él. Descansa en paz.

            (Y ahora, de repente, me da por llorar. Seré idiota...)

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