Queridos merodeadores, ésta va a ser la última entrada antes de las vacaciones. Durante el mes de agosto, como viene siendo habitual, Babel echará el cierre hasta regresar en septiembre. Entre tanto, y como el verano es la mejor época para leer, os dejo un post larguísimo sobre cierto aspecto de la leyenda artúrica. Si le echáis una ojeada también a las dos entradas que cito al principio, tendréis lectura para un buen rato. Si es que os interesa la leyenda artúrica, claro, pues en caso contrario más os valer cliquear en otro blog.
Los merodeadores más veteranos ya sabéis lo mucho que me fascina la leyenda artúrica. De hecho, he escrito un par de posts sobre el tema (podéis verlos pinchando AQUÍy AQUÍ). La última vez prometí que volvería sobre el asunto para hablar de ciertos aspectos colaterales de la leyenda (Camelot, Excalibur, la Tabla Redonda, Ginebra, Lanzarote, el grial, etc.), y es justo lo que voy a hacer hoy, pero sólo (de momento) refiriéndome a cierto personaje, el único de la leyenda que es tan famoso como el propio Arturo. Me refiero, por supuesto, al mago Merlín; que en principio ni era mago ni se llamaba Merlín. Voy a dar por supuesto que conocéis la leyenda artúrica, sea por la literatura, el cine, la TV, el musical o el cómic, así que no la voy a contar. Ahora bien, la imagen que tenéis, como apuntaba en un post anterior, es la de un rey y una corte propios de la Baja Edad Media, con armaduras, torneos, amor galante, etc. Eso es así porque la versión más famosa de la leyenda, La muerte de Arturo, la escribió Thomas Mallory en el siglo XV, y en aquella época no se respetaba el contexto histórico de los relatos, sino que se adaptaba al contexto del momento en que se escribía. Sin embargo, el Arturo histórico (si es que existió) vivió en el comienzo de la Alta Edad Media, aproximadamente entre el último tercio del siglo V y el primero del VI. Y éste era el contexto histórico:
Inglaterra estaba habitada por los celtas britanos al sur de la isla, y por los pictos y los escotos al norte, en lo que hoy es Escocia. Entre los siglos I adC y I dC, los romanos conquistaron el sur de Inglaterra; es decir, el territorio perteneciente a los celtas britanos. Como los pictos y los escotos eran muy brutos, los romanos no pudieron conquistarles, así que construyeron un muro, el de Adriano, para mantenerlos alejados. Durante la ocupación, los britanos se romanizaron; es decir, adquirieron costumbres romanas, como ocurrió en España, aunque no en igual medida. Y, por supuesto, no podían tener ejércitos, pues ese monopolio pertenecía a las legiones.
Entonces, de repente, en el año 410, los romanos abandonaron Britania llevándose a las legiones y dejando a los britanos con el culo al aire. Porque desde hacía tiempo, la isla estaba siendo invadida por un constante flujo de colonos sajones. Además, los pictos, los escotos y los piratas irlandeses, que habían sido contenidos por los romanos, ahora se dedicaban a hacer cada vez más incursiones de saqueo. A todo esto, los britanos, antes unidos por la autoridad romana, se habían dividido en varios pequeños reinos que, para colmo, solían guerrear entre sí. Vamos, que a los britanos les estaban cayendo collejas por todas partes.
Sin entrar en detalles, llegó un momento en que los reinos britanos (o parte de ellos) se unieron militarmente para enfrentarse a los sajones, así que nombraron un dux bellorum, un señor de la guerra, para comandar los ejércitos. Ese personaje, fuera quien fuese, era el Arturo histórico, y propinó una severa derrota a los sajones en la batalla del monte Badon (ocurrida entre 490 y 517, porque las fechas no están nada claras), propiciando un periodo de paz que duró casi 50 años.
Pero los sajones no paraban de llegar, así que al final acabaron con los britanos, dejándolos miserablemente recluidos en Cornualles y Gales, de modo que la mayor parte de Inglaterra se convirtió en sajona. Sin embargo, donde las dan las toman, como reza el sabio refrán, porque en el siglo XI el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, hizo honor a su apodo conquistando Inglaterra tras la batalla de Hastings (14-10-1066), matando a Haroldo II, el último rey sajón de la isla, y autonombrándose rey el día de Navidad de 1066 en la Abadía de Westminster. La Casa de Normandía reinó en Inglaterra hasta 1154 y luego fue sustituida por los Plantagenet.
Pues bien, ¿cómo es posible que Arturo (si es que existió), un caudillo britano, es decir, perteneciente a un pueblo derrotado que vivía miserablemente en las zonas más pobres y remotas de la isla, acabara convirtiéndose en el monarca más emblemático de un país gobernado por dinastías que no eran ni celtas ni sajonas? Es más, ¿cómo es posible que Arturo, un señor de la guerra del siglo VI que nunca reinó, se convirtiera en el máximo exponente de monarca ideal? La respuesta está en lo que podríamos llamar el marketing medieval.
A partir del siglo VI, la literatura oral sobre Arturo era abundantísima, no sólo entre los celtas de Inglaterra (sobre todo en Gales), sino también en el continente, pues a raíz de las invasiones sajonas, muchos britanos emigraron a Francia, a la Bretaña armoricana, llevándose consigo su idioma y sus tradiciones. Por desgracia, no sabemos qué contaban exactamente esas historias, pues los primeros escritos literarios referentes a Arturo son del siglo XI (todos fueron compuestos por bardos galeses).
En el siglo XII, Geoffrey de Monmouth, un clérigo galés (aunque posiblemente de ascendencia armoricana y normanda) que llegó a ser obispo de Saint Asaph, fue el hombre que creo la forma básica de la leyenda artúrica y el primero en relacionar a Arturo con Merlín. Como he dicho, Geoffrey era natural de Gales, una zona de población celta que era algo así como el culo del mundo, una circunstancia que a nuestro buen clérigo le jodía. Él sabía que los britanos tenían un pasado glorioso (y si no lo sabía, lo imaginaba), de modo que se propuso escribir un libro que lo sacara a la luz: la Historia Regum Britanniæ, la Historia de los reyes de Britania, que fue compuesto entre 1136 y 1139.
El libro cuenta la historia de Britania desde el primer asentamiento en la isla –que atribuye a Bruto de Troya, descendiente de Eneas-, hasta la muerte de Cadwallader en el siglo VII (que fue cuando los sajones tomaron definitivamente el control de Inglaterra). Según Geoffrey, su libro es la traducción de un viejo y misterioso manuscrito britano que le había entregado el archidiácono de Oxford, pero era mentira. El clérigo se había basado en muchas fuentes distintas; algunas históricas, pero la mayor parte legendarias, mitológicas o directamente inventadas por él mismo. Como tratado histórico no es nada fiable; aunque cabe señalar que en este libro aparece la versión más antigua conocida de la historia del Rey Lear.
Pero Geoffrey, aparte de narrar la (supuesta) historia de los monarcas britanos, tenía otro propósito, el fundamental: glosar la figura del personaje más importante de la historia de Britania. Arturo. El guerrero que venció y contuvo a los sajones. El rey que descansa en Avalon y algún día volverá para recuperar la gloria de Britania. Para Geoffrey el asunto era importante, pues hasta entonces Arturo sólo era conocido por los britanos y sus descendientes, ya que sus historias se contaban en lengua celta. De modo que iba a ser la presentación de Arturo al mundo no celta, usando para ello el latín. Y un personaje tan extraordinario como Arturo merecía una presentación extraordinaria. Ahí es donde entra en escena Merlín.
Pero antes tenemos que hablar de una curiosa tradición galesa de aquellos tiempos: los awennyddion, los profetas galeses. Por lo visto, era de lo más normal en Gales que a cierta gente, de pronto, le llegara una especie de hálito profético (el awen), entrara en trance y soltara un augurio. Esa profecías eran tomadas muy enserio, y no solo por los galeses, sino por todo el mundo, así que solían circular en forma de tradiciones orales, algunas de las cuales fueron puestas por escrito posteriormente. Una de ellas era la llamada Profecía de Britania, escrita en el año 930 (pero basada en tradiciones muy anteriores), una serie de augurios de índole política que vaticinaban la caída de los sajones y el resurgimiento de los britanos.
El asunto encajaba con el libro que Geoffrey estaba escribiendo, y sobre todo con Arturo, así que decidió usar esa fuente para cimentar la historia del más importante rey britano. Para ello, escogió a uno de los awennyddion que se citaban en la Profecía de Britania, un antiguo profeta llamado Myrddin. ¿Por qué él y no otro? Es difícil determinarlo; quizá porque era el autor de otras muchas profecías que circulaban oralmente, y también porque supuestamente había vivido en el siglo V o el VI; es decir, en época artúrica. Pero existía un problema: Geoffrey estaba escribiendo en latín, y el nombre Myrddin traducido al latín es Merdinus, que inevitablemente evoca a “mierda” en latín (merda). Así que le cambió el nombre y lo llamó Merlín, cuya versión latina, Merlinus, es mucho más elegante (me apresuro a aclarar que esto es absolutamente cierto; no me lo he inventado, aunque lo parezca).
Geoffrey reunió un buen número de augurios, no pocos ideados por él mismo. Su superior eclesiástico, encantado con ellos, le pidió que los publicara en un libro independiente, cosa que hizo con el nombre de Profecías de Merlín. Este libro tuvo un enorme éxito y fue muy influyente durante al menos los tres siglos posteriores. Más tarde, Geoffrey escribió otro libro sobre el personaje, la Vida de Merlín; pero antes prosiguió con la escritura de su obra magna, la Historia de los reyes de Britania.
Merlín aparece en el libro al llegar a Vortigern (el rey más odiado de Britania, pues consintió la colonización de los sajones en el siglo V, justo antes de la era artúrica), y es presentado como un niño prodigioso, pues nació de la unión de un demonio y una humana. Merlín asombra a Vortigern y a sus magos por su portentosa sabiduría, y sobre todo por su capacidad profética. Más tarde, ya de adulto, será consejero de Uter Pendragón, y vaticinará en dos ocasiones la llegada de un gran rey: Arturo.
Finalmente, Merlín interviene en la concepción del futuro rey de la forma en que todos sabemos. Igraine, la esposa de Gorlois, el duque de Cornualles, estaba por lo visto como un queso, y Uter, al verla, se puso berraco y pretendió llevársela al huerto. Igraine huye y se refugia en el castillo de Tintagel, así que Uter sitia la fortaleza con su ejército, pero no consigue conquistarla. Entonces, Uter le pide consejo a Merlín, quien le da una droga que le conferirá la apariencia del marido de Igraine. Uter la toma y, con el aspecto de Gorlois, entra en el castillo, se folla a Igraine y se va. Dejando a Igraine embarazada de un niño que acabará siendo Arturo.
A partir de ese punto, Merlín desaparece del relato. Ya sé que todos recordamos a Merlín como el preceptor del joven Arturo y su más fiel consejero en Camelot, pero nada de eso aparece en el libro de Geoffrey. Se trata de un desarrollo posterior de la leyenda.
Cuando Geoffrey cuenta la historia de Arturo no inventa nada nuevo; se limita a reunir todas las tradiciones que circulaban sobre él. De hecho, el suyo es el primer relato escrito que unifica todos los elementos de la leyenda. Aunque sí inventó algo: Merlín. Es decir, existió el profeta galés Myrddin, que quizá vivió en época artúrica; pero ninguna tradición anterior relacionaba a Myrddin con Arturo. Si Arturo existió, nunca hubo un Myrddin/Merlín a su lado. Eso se lo sacó Geoffrey de la manga.
Por otro lado, el Merlín de Geoffrey no es un mago, sino un profeta. Vale, eso de conseguir que Uter adoptara la apariencia de Gorlois parece cosa de magia; pero no lo hizo con un hechizo, sino con una droga, lo que para una mentalidad medieval era muy distinto a la magia. Lo que Geoffrey intentaba dejar claro es que Merlín era muy sabio y poseía el don de adivinar el futuro. ¿Para qué? Para utilizar a Merlín como magnificador de la grandeza de Arturo.
En efecto, Merlín, el mayor sabio de Britania, profetiza el advenimiento de un gran rey y, luego, colabora en su milagrosa concepción. Esos son los antecedentes adecuados para un personaje portentoso. Luego, Geoffrey se dedica a glorificar las hazañas de Arturo, que según su relato llegó a enfrentarse, y vencer, al mismísimo emperador de Roma, y sólo pudo ser derrotado por la traición de su sobrino Mordred.
La versión de la leyenda artúrica de Geoffrey difiere bastante de la que conocemos. En su texto no se menciona, por ejemplo, la Tabla Redonda, ni el grial, ni a Morgana. Todo eso fueron añadidos posteriores que se reunieron, finalmente, en La muerte de Arturo de Mallory (que es, como dije antes, la versión que todos conocemos). La versión de Geoffrey es más “realista”, con menos magia y prodigios sobrenaturales que la de Mallory. Porque el propósito de Geoffrey no era literario, sino “histórico” (entre comillas): contarle al mundo la historia del mayor rey de todos los tiempos, Arturo. Pero, ¿su único propósito era hablar de la pasada gloria de los britanos y su gran rey? Pues no, había algo más.
Como sin duda recordáis, Guillermo, el duque de Normandía, conquistó Inglaterra en el siglo XI, instaurando la Casa de Normandía. Así que Guillermo y sus sucesores eran reyes de la isla, pero también duques de Normandía, de modo que le rendían vasallaje al rey de Francia, algo que no les molaba ni un pelo. Digamos que los reyes ingleses eran unos recién llegados a la realeza, en clara inferioridad con los monarcas franceses, que descendían nada más y nada menos que del gran Carlomagno.
Así que, como los reyes normandos de Inglaterra no tenían ni un Alejandro ni un Carlomagno del que presumir, ¿por qué no inventarse uno? El libro de Geoffrey les vino como anillo al dedo. Poco importaba que el Arturo histórico (si es que existió) no fuese un rey, sino un dux bellorum (en esa época ya sólo se recordaba al Arturo legendario). Y tampoco importaba que Arturo no fuese normando, sino britano, porque su raza y nacionalidad fueron difuminándose en los posteriores desarrollos de la leyenda. Al final sólo quedó que Arturo fue el mayor rey de todos los tiempos y fue un monarca de Inglaterra. Que se jodan los franceses con su insignificante Carlomagno.
Y la maquinaria del “marketing medieval” se puso en marcha. El libro de Geoffrey se convirtió en un best seller de la época, y la nobleza normanda comenzó a pagar a los poetas para que cantaran las hazañas de Arturo. Y eso ocurría en la isla, pero también en Normandía y en la Bretaña francesa. Apenas un siglo después de la aparición de La historia de los reyes de Britania, la popularidad de Arturo era tal, que en las cortes europeas -incluyendo las españolas- se puso de moda jugar a la Tabla Redonda (una especie de juego de rol avant la lettre en el que los nobles interpretaban los papeles de los distintos caballeros, reservándose el rey, claro, el papel estelar de Arturo).
Y así fue como un remoto señor de la guerra celta, del que sólo conocemos su sobrenombre Artorius, o Arthús, o Arthur, acabó convirtiéndose en rey más conocido del mundo, en el monarca perfecto. Pero este post iba de Merlín; ¿qué fue de él? Pues que, conforme evolucionaba la leyenda, dejó de ser un profeta y acabó convirtiéndose en el mago más famoso del mundo, y en el único personaje del mito capaz de competir en popularidad con Arturo.
Merlín nunca existió; ese personaje lo inventó Geoffrey. Pero, como hemos visto, sí que existió un profeta galés llamado Myrddin que no tuvo nada que ver con Arturo (pero sí con la resistencia britana a los sajones). Ahora bien, resulta que no hubo un único Myrddin, sino dos: Myrddin Emrys, también conocido como Lailoken, que vivió en Gales, y otro llamado Myrddin Celedonio, o Silvestre, natural de Escocia. Uno nació en el siglo V y el otro en el VI. Pero ambos eran bardos profetas. Y es muy posible que muchos de los augurios atribuidos a Myrddin no pertenezcan a un solo hombre, sino a diferentes personas que en diferentes tiempos se dedicaban a la profecía y todos se llamaban Myrddin.
Lo cual significa que Myrddin no es un nombre, sino una especie de título. Pero, ¿qué clase de título? El especialista Geoffrey Ashe propone una hipótesis fascinante. Inglaterra tuvo un dios tutelar que pudo ser incluso anterior a la llegada de los celtas. Ese dios se llamaría Myrddin, y sus principales representantes –aquellos que tuvieran el don de la profecía- serían denominados “Hombres de Myrddin”. De modo que, probablemente, no hubo un Merlín, sino muchos. Qué cosas, ¿verdad?
Y esto es todo, amigos. Felices vacaciones y hasta septiembre.
Ciao.