Ya estamos, como quien dice, en Navidad. Villancicos en los supermercados, luces en las calles, anuncios de la lotería, de Freixenet o de El Almendro. Como siempre, aunque este año hay una excepción: he terminado con siete días de antelación el clásico cuento navideño de Babel. Casi no me lo creo; pero ahí está, descansando en la memoria de mi ordenador a la espera de que, tras corregirlo, el veinticuatro lo cuelgue en el blog como mi particular regalo para todos los merodeadores. Me siento bueno.
No, mentira, no es bondad lo que siento, sino vértigo.
El otro día pensé que, conforme envejecemos, las personas nos vamos convirtiendo en oscuros caserones. De niños somos apartamentos, luego, durante la primera juventud, nos convertimos en pisos, después en dúplex, más tarde en chalés y finalmente, durante la edad madura, nos transformamos en vetustas mansiones que, como pasa con todas las mansiones, se van llenando de fantasmas. Y cuantos más años cumplimos, más fantasmas.
Fantasmas de todo tipo, de los buenos, de los malos, de los que te arrancan una sonrisa, o te dan miedo, o te hacen llorar. Fantasmas de lo que fue y ya no volverá a ser. El poeta John Whittier dijo que, de todas las palabras tristes, escritas o habladas, las más tristes son “podría haber sido”. Quizá tuviera razón, pero, evocando a Poe, las segundas más tristes son, sin duda, “nunca más”.
La Navidad es una época terrible, porque durante estas fechas los fantasmas se alborotan y pugnan entre sí por aparecerse ante nosotros. Aunque es verdad que, al menos yo, a veces los busco. Veréis, desde 1954 –cuando llegué a Madrid- hasta 1996, viví en el barrio de Chamberí. Ahora vivo fuera de la zona urbana, al oeste, en Aravaca. Pues bien, en Navidad suelo regresar a Chamberí y pasear por las calles de mi niñez. Allí, en cada rincón, brotan los fantasmas de otros tiempos más sencillos y cálidos. Son los fantasmas de las cosas inanimadas, de esas pequeñas cosas que, según Serrat, hacen que lloremos cuando nadie nos ve. Sí, a veces me gusta revolcarme en la nostalgia.
Pero hay otros fantasmas, más dolorosos y, también, más auténticos; fantasmas que no solo se te aparecen cuando los buscas, sino cuando menos te lo esperas, estrujándote el corazón y humedeciéndote los ojos. Son los fantasmas de las personas que quisiste y ya no están. Los fantasmas de los muertos.
Ahora, en Navidad, los veo pasando a mi alrededor. Mi padre, mi madre, mis hermanos... Uno de los últimos fantasmas en habitar mi vetusta mansión es el de mi hermano José Carlos, que falleció hace tan solo cinco meses. Se me aparece constantemente. Muchas veces veo una película, o el episodio de una serie, y pienso, durante un segundo, que debo comentarlo con él, para al segundo siguiente sentir que el suelo se abre bajo mis pies, porque él ya no está. Hace poco, cuando terminé de escribir el cuento de Navidad de este año, me pregunté qué le parecería a José Carlos, y un instante después comprendí que ninguno de mis cuentos volvería a parecerle nada. Ahí estaba el cuervo de Poe, graznando “nunca más”.
Pero no es solo mi familia, sino también todos los amigos que dijeron adiós, algunos, ay, tan prematuramente. José Mari, Pedro, Paloma, Tuto, Antonio, Luis, Tina, Leoncio, Mari Carmen, Tino... Todos ellos deambulan ahora por mi viejo caserón lleno de sombras, arañándome el alma cada vez que los veo. Y hay otros fantasmas de personas que no han muerto, pero que ya no son lo que eran. Por ejemplo, los fantasmas de mis hijos cuando eran niños. Ahora ellos tienen 27 y 24 años, están aquí, conmigo, y los adoro. Pero los niños que fueron ya no están, y los añoro tanto... Ahora viven en mi ruinosa mansión, jugando por los pasillos, y aún puedo escuchar sus risas, pero no puedo abrazarlos ni sentir que el mundo se ilumina con sus sonrisas.
Aunque quizá el peor fantasma de todos sea mi propio fantasma; mejor dicho, los fantasmas de todas las personas que he sido. Está el espíritu del niño que fui, y que tanta ternura me inspira, y el fantasma del jovencito alocado, que me cabrea y simpatiza a partes iguales, y el ectoplasma del adulto gilipollas en que me convertí, que me irrita hasta la médula, y ahora el fantasma del viejo cabrón que soy, que sinceramente no sé lo que me parece.
¿Sabéis?, no tengo muy buena opinión de mí mismo, no me caigo demasiado bien. De hecho, creo que sería un hombre profundamente amargado si no fuese por dos aspectos de mi personalidad que, disculpad la inmodestia, me encantan: la imaginación y el sentido del humor. Ambos valores, curiosamente, pertenecen al fantasma del niño. Que en realidad no es, al menos no del todo, un fantasma, porque aún forma parte de lo que soy. Está en mi interior, pero aflora adoptando un papel: es el escritor. El César persona, no sé, no sé... pero el César escritor me cae bien. Es un buen tipo.
Quién ahora os habla es el niño. Su fantasma se me aparece siempre por Navidad y a veces, como ahora, incluso me posee. Su fantasma está escribiendo estas letras. Él todavía cree que en la Navidad hay un poquito de magia, pero sabe que esa magia la tienes que poner tú. Tú y tus fantasmas.
Entre mis cuentos navideños los hay más eso, navideños, y los hay menos. Algunos intentan evocar el espíritu de la Navidad (como Piel de carbón), y otros no tanto (como El regalo). El de este año no va a ser demasiado navideño que digamos. Así que este post es, en el fondo, el auténtico post de Navidad.
Dicen que estas fechas son tiempo para estar con la familia, pero eso no es del todo cierto. En realidad, la Navidad es tiempo para estar con nuestros fantasmas, aunque sólo sea un ratito. También dicen que la Navidad es alegre, pero sólo lo es para los niños; para los adultos es melancolía pura. Pero eso está bien.
Pensad en todo lo que amabais y habéis perdido. Evocad los rostros que ya jamás volveréis a contemplar, salvo atrapados en la plata de viejas fotografías. Recordad los momentos felices que se esfumaron como volutas de humo en un vendaval. Permitid que lágrimas dulces recorran vuestras mejillas. Inyectaros una dosis de nostalgia, porque eso es la Navidad.
A veces, en Babel, hablo en voz baja, en tono íntimo. Como ahora. Imaginaos que estáis en un viejo café, o en el salón algo anticuado de una acogedora casa. Fuera es de noche y está nevando, pero el interior es cálido. Estáis sentados en una confortable butaca, iluminados por el cono de luz de una lámpara, mientras todo a vuestro alrededor permanece en penumbras. Hay un profundo silencio. Cerráis los ojos y viajáis con la mente al rincón más valioso de vuestro interior: al pasado. De pronto, poco a poco, comienza a sonar una vieja canción...
¿Creéis que me estoy poniendo baboso, que el viejo cabrón tonante se ha vuelto Blandi-Blub? Puede ser, pero eso no es nada; esperad a ver lo que viene ahora. ¿Qué canción suena? Se llama Oft in the stilly night. Fue compuesta en el siglo XIX; la letra es del poeta Thomas Moore y la música de sir John Stevenson. Puede que a algunos de vosotros os parezca sacarina, pero a mí, siempre que la oigo, me emociona. Prestad atención a la letra; es preciosa. Para quienes, como yo, no dominen el inglés, más abajo tenéis la traducción. El enlace con YouTube corresponde a la versión de John McDermott; no es la que más me gusta, pero sí la mejor que he encontrado.
Ahora, evocad a vuestros fantasmas, recordad al cuervo de Poe graznando “Nunca más” y escuchad la canción.
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Oft in the stilly night
A menudo en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un agradable recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.
Las sonrisas y lágrimas de los años de infancia,
las palabras de amor que pronunciamos,
los ojos que brillaban, ahora apagados y desaparecidos,
los corazones joviales, ahora rotos.
Así, en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un triste recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.
Cuando recuerdo a todos los amigos
tan unidos, que he visto
caer a mi alrededor
como hojas en la época invernal,
me siento como alguien que se hallara solo
en una sala de banquetes abandonada,
con las luces apagadas y las guirnaldas marchitas
cuando se han ido todos menos él.
Así, en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un triste recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.
antes de que me ate la cadena del sueño,
un agradable recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.
Las sonrisas y lágrimas de los años de infancia,
las palabras de amor que pronunciamos,
los ojos que brillaban, ahora apagados y desaparecidos,
los corazones joviales, ahora rotos.
Así, en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un triste recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.
Cuando recuerdo a todos los amigos
tan unidos, que he visto
caer a mi alrededor
como hojas en la época invernal,
me siento como alguien que se hallara solo
en una sala de banquetes abandonada,
con las luces apagadas y las guirnaldas marchitas
cuando se han ido todos menos él.
Así, en la callada noche,
antes de que me ate la cadena del sueño,
un triste recuerdo me rodea
con la luz de otros tiempos.
¿Qué tal? En fin, puede que a lo que yo llamo fantasmas vosotros lo llaméis memoria. Pero, en serio, ¿qué diferencia hay?