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Sobre escritura, magia, trabajo y otras contradicciones

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            A veces, es difícil creer algo sin creer, a la vez, lo contrario. Eso es lo que me pasa a mí con la escritura: la amo y la odio simultáneamente. Cuando me preguntan qué es lo que más y lo que menos me gusta de ser escritor, suelo contestar que lo que más me gusta es imaginar, y lo que menos escribir. O sea, que lo que más me desagrada de escribir es escribir.

            Pero no es del todo cierto. A veces, cuando escribo, navego a favor de la corriente, pero en otras ocasiones tropiezo con remolinos, rápidos y escollos que me obligan a luchar para seguir adelante. Eso es lo que odio: pelearme contra el texto que estoy escribiendo. Además, me suele ocurrir en tramos poco relevantes del manuscrito. De repente, me enredo con un párrafo de mierda, en el que nadie se va a fijar, pero que no acaba de quedarme bien. Y me puedo tirar una hora intentando arreglar algo que en el fondo no tiene tanta importancia. Aunque, claro, ese párrafo en concreto no es importante; pero el conjunto de todos los párrafos similares sí que lo es.

            Sin embargo, en otras ocasiones la escritura transcurre por aguas tranquilas, y todo va bien. Entonces sucede un fenómeno que siempre me asombra: Estoy escribiendo y, de repente, se me ocurre una idea. No ideas grandes, de esas que afectan a todo el libro, sino ideas pequeñas relacionadas con lo que estoy escribiendo en ese momento. Un diálogo, una forma distinta de expresarse, un mini-gag, una figura retórica, cualquier cosa. No es algo que busque conscientemente, sino algo que aparece sin más, como surgido de la nada. Ya, ya, no surge de la nada, sino que es parte de un proceso interno del cerebro. Pero parece magia y me encanta cuando sucede. De modo que el acto de escribir me disgusta y me gusta casi simultáneamente. No obstante, tengo la sensación de que abundan más las aguas turbulentas que las mansas.

            Pero no es esa la única contradicción que tengo respecto a la escritura. Siempre me he esforzado en quitarle mística al hecho de ser escritor. Nada de palabras rimbombantes, nada de dones innatos, nada de mitología literaria. En mi opinión, un escritor es un profesional que ha tenido que aprender su oficio y practicarlo hasta adquirir cierto grado de solvencia. Un profesional, como los ebanistas, los plateros o los sastres.

            No obstante, reconozco que a veces me veo a mí mismo como un mago. Voy a poner un ejemplo: Hace años, publiqué un relato llamado Cuento de verano en la antología de diversos autores Bleak House Inn (Fábulas de Albión, 2012). Es un relato humorístico, una sátira sobre el Cuento de Navidad de Dickens. Tiempo después, leí en la web de la editorial una serie de comentarios de los lectores. Uno de ellos lo había escrito una mujer y hablaba de mi relato. Decía que ella llevaba varios años en paro y estaba pasando una profunda depresión. Y que Cuento de verano había conseguido hacerla reír por primera vez en mucho tiempo. Concluía dándome las gracias.

            Me sentí... como un mago bueno. Había creado un sortilegio de palabras y había conseguido llevar la alegría a una mujer triste, aunque solo fuera durante unos minutos. Qué bonito, ¿verdad? Esa es una de las virtudes de la literatura: el consuelo. El caso es que empecé a verme como alguien dotado de poderes sobrenaturales. Según manejaba los conjuros (las palabras), podía hacer que la gente se riera, o que llorara, o que se asuste, o que se interesara, o que se enamorase, o que se inquietara, o que se confundiera... ¿Cómo no iba a sentirme un mago con semejantes poderes?

            Por fortuna, mi contradicción acudió presurosa al rescate y me dijo: “Qué mago ni que hostias; lo que eres es un profesional que maneja con más o menos soltura las técnicas necesarias para manipular los estados de ánimo del lector”. Luego, mi contradicción me recordó que mi “poder” no afecta igual a todo el mundo, y que mientras a esa lectora le había hecho reír, a otro lector mi cuento le parecía un mal chiste alargado. Supongo que para eso sirven las contradicciones: para ponerte en tu lugar.

            ¿Y cuál es mi lugar? Pues supongo que ser un profesional de la magia. Es decir, un ilusionista. A fin de cuentas, es lo que hago: crear ilusiones. Y me gusta ser eso. Me parece más interesante un prestidigitador de pacotilla, pero hábil, que un verdadero mago, todopoderoso, solemne... y aburrido. Además, no existen los magos de verdad, sino solo los que creen serlo.

            Todo esto viene a cuento (aunque realmente no viene a cuento de nada), por algo que me ha pasado hace poco. Acabé a finales de año una novela que tenía comprometida y me dije: mereces un descanso, chaval. Así que me he tirado todo enero sin escribir nada, salvo un relato corto que me habían pedido. Pasaron las semanas y comencé a sentir una comezón interna, un sutil desasosiego, un indefinible malestar que me sobrecogía cual damisela victoriana. ¿Qué me pasaba? Tenía necesidad de escribir. Si no pulsaba el teclado, me sentía incompleto, vacío. Pero no tenía ninguna idea en la cabeza, ningún argumento mínimamente esbozado. Entonces, la semana pasada improvisé el comienzo de una historia y me puse a escribirla sin tener nada claro, con brújula. Pero yo no sé escribir con brújula, de modo que en el fondo de mi ser sabía que lo que estaba escribiendo no servía para nada.

            ¿Por qué hice eso? Antes de recurrir a la psiquiatría, reflexioné sobre el asunto. De jovenzuelo, trabajé tres o cuatro años como periodista. Luego, trabajé una larga década como publicitario. Y no me quedaron las menores ganas de redactar más noticias o más anuncios. Pero llevo más de treinta años trabajando como escritor. Es mucho tiempo; tanto, que la escritura se ha convertido en parte consustancial de lo que soy. Como una posesión demoniaca. O como una adicción.

            Y eso nos conduce a mi tercera contradicción: Siempre he considerado la escritura un trabajo, y el trabajo un castigo (la Biblia me da la razón). ¿Y ahora resulta que me gusta trabajar? No se puede caer más bajo.



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