Si quisiera escribir sobre las ventajas de envejecer, el post terminaría aquí: cero ventajas. Dicen que la edad trae la sabiduría, pero es una gilipollez; si a los 30 eras idiota, seguirás siendo idiota con 70, y morirás siendo idiota. Se habla también de la importancia de la experiencia; y sí, no lo niego, evidentemente cuantos más años tienes, más experiencia acumulas. Pero el valor de la experiencia no reside en su volumen, sino en cómo la procesas. Todos conocemos gente con un amplio historial en meter la pata, una experiencia que les ha permitido meter la pata mejor y más rápido. Además, muchas veces la experiencia es aquello que obtenemos cuando ya no lo necesitamos.
Hace tiempo leí que, interiormente, todos nos detenemos en los 30 años. Es decir que, por muy viejos que seamos, la imagen que tenemos de nosotros mismos es la que teníamos a los 30 tacos. Creo que es verdad, porque cada vez que me veo en el espejo, no puedo evitar preguntarme quién es ese viejo cabrón que tengo delante. Es más, a veces recibo solicitudes de amistad en Facebook, miro la foto y pienso: “Bah, un viejo”. Y luego consulto su biografía y descubro que el muy cabrón es más joven que yo.
No creo que haga falta explicar todos los desmanes que la edad comete con el cuerpo. Pierdes fuerza, pierdes resistencia, pierdes salud, pierdes atractivo y no ganas una puta mierda, salvo peso y arrugas. Todo malo. Pero, ¿qué pasa con la mente? No sufre, en principio, desgaste físico, pero puede ser víctima de algo igual de grave: la fosilización.
Cuando nacemos, no tenemos ninguna imagen prefijada del mundo. Nuestro cerebro es una tabula rasa. Durante la niñez, mediante la educación, se nos van suministrando principios y normas cuyo significado, en resumen, vendría a ser: “El mundo, la realidad, es así. Y punto”. Pero el cerebro de un niño es tremendamente plástico, moldeable, adaptable, y pese al esfuerzo de los adultos en maniatarlo, es capaz de forjar nuevas asociaciones e ideas.
Pero pasa el tiempo, nos hacemos adultos y llega un momento en que aceptamos de tal modo las normas y principios que nos han imbuido, que nos convencemos de que la realidad es así, en efecto, y no tiene sentido, no ya cambiarla, sino simplemente contemplarla desde un punto de vista distinto. Eso es la fosilización y, si os paráis a pensarlo, es exactamente lo contrario de la creatividad. Veneno para la imaginación.
A mí me sucede algo con frecuencia. Por ejemplo, estoy elaborando mentalmente el argumento de un relato corto (verbigracia, el cuento de Navidad). Tengo una idea que, en principio, me gusta; pero le falta algo, un giro, una vuelta de tuerca. Y no se me ocurre nada. Pasan los días y, por muchas vueltas que le doy, sigo sin encontrar lo que me falta. ¿Me desespero? No, porque eso me ha pasado muchas veces y SÉ que al final, más pronto o más tarde, se me ocurrirá algo. Y, en efecto, hasta ahora ha sido así.
Pero, ¿y si deja de ocurrir?
Otra cosa: Mientras estoy escribiendo una novela, suelen ocurrírseme muchas ideas. Un diálogo más o menos ingenioso, una situación divertida, una frase brillante, una reflexión atinada, un giro de la trama... Son pequeñas ideas que voy añadiendo al texto conforme surgen. Insisto: no las busco, aparecen.
Pero, ¿y si dejan de aparecer?
Cuando pienso en eso, me estremezco. Porque no es algo que quizá ocurra, sino algo que va a ocurrir inevitablemente. Aunque hay gente que nació ya vieja, en otras personas (ignoro la proporción) envejece antes el cuerpo que la cabeza. Supongo que la mente de los individuos que realizan una actividad intelectual tarda más en envejecer y degradarse, igual que envejece mejor el cuerpo de alguien habituado al ejercicio físico.
Pero, haga lo que haga, llegará un momento en que mi cerebro se fosilice y ya está, se acabaron las ideas. Aunque, claro, siempre cabe la posibilidad de que me muera antes de que ese momento llegue. Qué suerte, ¿verdad?; morirte antes de que el cerebro se declare en bancarrota. Una juerga.
Ay, qué mal me sienta cumplir años...