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Un cuento de miedo

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            Otra vez Halloween, amigos; esa fiesta pagana tan odiada por algunos adultos serios y severos, y tan querida por los niños. Y por mí; ya sabéis lo que pienso de la noche de brujas: me encanta. Aunque no la celebro de ninguna manera, pero da igual. Me gusta Halloween.

            Por desgracia, este año, como todo en este maldito año, va a ser un Halloween descafeinado, soso, triste. No habrá fiestas de disfraces, ni monstruos y brujas recorriendo las calles, ni truco o trato, ni golosinas. Una mierda de Halloween, vamos. Y, paradójicamente, este va a ser el Halloween más Halloween de todos, porque hay un auténtico Leatherface, o Lecter, o Jigsaw, o Freddy Krueger, o Jason, o Norman Bates, recorriendo las calles; un asesino en serie invisible llamado Covid-19.

            En fin, vamos a intentar olvidarnos del puñetero virus durante un ratito. Antes de nada, una advertencia: para conmemorar este Halloween homeopático, he escrito un cuento de miedo. Se llama El reencuentro y os espera al final del post. Ahora vamos a hablar de nuestros gustos terroríficos. Es decir, de los míos, que para eso es mi blog; luego, si queréis, opináis en los comentarios.

            De entrada, no soy especialmente aficionado al género de terror. Tampoco me desagrada, pero no soy un fan. No obstante, mis tres novelas de terror favoritas son estas:

            1. Los libros de sangre, de Clive Barker. En realidad no es una novela, sino cinco antologías de relatos. Y qué relatos, amigos; todos entre buenos, magníficos e insuperables. Un obra maestra.

            2. Cementerio de animales, de Stephen King. Podría haber elegido casi cualquier otra de King, pero esta me parece especialmente inquietante. Una versión de La pata de mono, de W. W. Jacobs. Que, por cierto, quizá sea mi relato de terror favorito.

            3. En las montañas de la locura, de H. P. Lovecraft. Creo que es su mejor novela o, al menos, la más fascinante. No es mi escritor favorito, pero es un autor canónico y le rindo un pequeño homenaje en mi próxima novela El Círculo Escarlata.

            Y ahora mis películas de miedo favoritas. Mejor dicho: las que más yuyu me han dado:

            1. Alien: el octavo pasajero, de Ridley Scott. Me hice caquita en los pantalones la primera vez que la vi en cine. Disfruté como un loco pasándolo mal con esta historia gótica disfrazada de ciencia ficción.

            2. Al final de la escalera, de Peter Medak. En mi opinión, la mejor historia de casa encantada jamás filmada. Un monumento a lo inquietante. Parece mentira que se pueda sobrecoger tanto con una simple pelotita.

            3. La matanza de Texas, de Tobe Hooper. Quizá la película más desagradable de la historia. Se rodó en 16 mm, que luego fueron “hinchados” a 35, lo que le da una textura sucia y grimosa a la imagen; algo muy apropiado para una historia sucia y grimosa hasta decir basta.

            Estoy pensando en cómics, pero no se me ocurre ninguno; debo de haber leído pocos de ese género. Ahora vamos al cuento.

            No suelo escribir historias de terror. En realidad, creo que no había escrito ninguna hasta ahora. Tampoco suelo escribir relatos ultracortos, pero este lo es: apenas 650 palabras. Y de miedo. Espero que os guste; o, mejor dicho, que os desagrade.

            Feliz y tenebroso Halloween, merodeadores.

            El reencuentro

            By César Mallorquí

       Aquel atardecer, como cada día, cada hora, cada minuto, el ocaso me sorprendió recordando a Isabel. Apenas habían transcurrido dos meses desde nuestra separación, pero a mí se me habían antojado una eternidad. La añoraba tanto... ¿Por qué me abandonaste, Isabel? ¿Qué hice mal? ¿En qué me equivoqué? Tu ausencia ha convertido mi vida en un infierno; si querías castigarme, ya lo has hecho sobradamente.

            Los ojos se me llenaron de lágrimas al evocar la filigrana de sus rizos, la perfección de sus facciones –como los rasgos de una diosa tallados en mármol-, la suavidad de su piel de melocotón. La primera vez que la vi, recuerdo, pensé que era la mujer más hermosa del mundo, y que era con ella, y no con ninguna otra, con quien quería compartir el resto de mi vida. ¿Y cómo olvidar la dicha que me embargó cuando ella confesó compartir mi amor y, poco después, nos casamos? Mi felicidad era plena, exultante, absoluta; pero algo, en algún momento, se torció.

            Tales eran mis pensamientos desde que Isabel me dejó; un ir y venir en torno a ella, dando vueltas a su imagen como una polilla fascinada por el resplandor de un quinqué. Llorando su ausencia por dentro y por fuera, anhelándola, deseándola, doliéndola.

            Me enjugué las lágrimas con el antebrazo y fijé la mirada en el sol, una esfera anaranjada flotando sobre el horizonte. Mi mente se quedó en blanco durante unos instantes y, de pronto, algo se removió en mi interior, un relámpago de determinación adueñándose de mi ánimo. Basta de no hacer nada, me dije, deja de compadecerte a ti mismo y reacciona. Me negaba a creer que Isabel ya no me amase; puede que la hubiese ofendido de algún modo, puede que estuviera dolida conmigo, pero seguía amándome. De eso no albergaba duda alguna.

            Animado por aquel repentino arranque de energía, abandoné el balcón, me puse una chaqueta y salí de la mansión en busca de Isabel. La encontré en aquel jardín melancólico y sombrío, inmóvil, con la mirada perdida. ¿Pensando en mí? Eso quiero creer. No mostró sorpresa al verme, no dijo nada, era como si estuviera esperándome. Yo tampoco hablé; la cogí entre mis brazos, la apreté contra mi pecho y nos besamos. Luego, la conduje de regreso al hogar que nunca debió haber abandonado.

            La noche había caído cuando llegamos a la casa. Con ella en brazos, como si fuéramos una pareja de recién casados, subí al dormitorio y la deposité suavemente sobre el lecho. Me quedé mirándola; era tan hermosa... Me incliné sobre Isabel, la besé y comencé a despojarla de la ropa; ella se dejó hacer, lánguida como una ninfa. Cuando le quité la última prenda, me desvestí rápidamente, con premura, con ansiedad, y me tumbé a su lado. No hubo reproches ni excusas; las palabras ardían, consumidas por la pasión, antes de aflorar a los labios.

            Hicimos el amor una y otra vez, toda la noche; al principio como tímidos adolescentes, luego como fieras salvajes que quisieran arrancarse la piel a base de mordiscos y besos. Acaricié con avaricia sus generosos pechos, lamí sus pezones de fresa, traspasé la frontera de su palpitante vulva. Fue un eclosión de lujuria y amor. Mi felicidad era plena.

            Horas más tarde, los primeros rayos del sol naciente atravesaron el ventanal, tiñendo de oro el interior del dormitorio. Isabel y yo estábamos tumbados en la cama, desnudos, uno al lado del otro, exhaustos y felices. Reprimiendo el perezoso impulso de quedarme así para siempre, me levanté de la cama, me desperecé y me vestí. Luego, cogí a Isabel en brazos, salí con ella de casa, la llevé de nuevo al cementerio y volví a enterrarla.

            Más tarde, cuando regresé a mi hogar, quité las sábanas de la cama para limpiarlas de fluidos, carne putrefacta y gusanos, y abrí la ventana con el propósito de espantar el olor.

 

F I N

           

 


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