Hola José Carlos, hermano mayor, Big Brother como firmabas aquí, en Babel. Hoy se cumplen cuatro años desde que te fuiste; parece mentira, porque recuerdo aquello, tu marcha, como si fuera ayer.
Durante mucho tiempo, cada vez que sonaba mi teléfono por la mañana el primer pensamiento que me venía a la cabeza es que eras tú, porque solías llamarme alrededor del mediodía; pero un instante después la realidad se imponía, abofeteándome con la imposibilidad de que fueras tú, porque tú ya no estás. Eso ya no me sucede; pero todavía, cuando leo, veo u oigo algo interesante, pienso que tengo que contártelo. Y no, ya no puedo contarte nada. Qué pena.
Al principio, no comprendemos en su entera dimensión lo que significa la pérdida de un ser querido. Asistimos a ello como una tragedia, porque lo es, y lloramos por la persona que hemos perdido y jamás volveremos a ver. Y no nos damos cuenta de que perdemos mucho más que un ser humano: perdemos su memoria, su archivo vital, sus más valiosos recuerdos. Recuerdos que a veces son antecedentes de los tuyos. De nuestra familia, la inicial, la que formaron papá y mamá, sólo quedo yo. Pero llegué muy tarde, casi catorce años después de que llegaras tú, así que hay un largo periodo de tiempo del que no he sido testigo. Antes te preguntaba a ti por cosas de nuestra familia; ahora no tengo a nadie a quien preguntarle. Peor aún; me he convertido en el último receptáculo de esa memoria, en el portador de la antorcha familiar. Y soy tan poco merecedor de ese cargo… Con tu pérdida, José Carlos, se perdieron también tus recuerdos, el tesoro de tu memoria, tus Rayos-C brillando, tu fabulosa puerta de Tannhäuser.
Hace unas semanas, vino tu familia a comer a casa, Teresa, Leonor, Ignacio y tus dos encantadoras nietas. Están todos bien, no te preocupes por ellos.
Te echo de menos, hermano.